Publicado: 11 de diciembre de 2006

Hugo Lara Chávez Historia del cine mexicano

Carlos Salinas de Gortari había sido, hasta antes de ser elegido precandidato del PRI a la presidencia de la República, el 4 de octubre de 1987, Secretario de Programación y Presupuesto del gobierno de Miguel de la Madrid. Por tanto, Salinas fue uno de los impulsores del modelo neoliberal y uno de los principales orquestadores de la política económica que condujo al país durante ese periodo. Sin duda era una credencial que poco le ayudaba, en términos electorales, para ganarse la simpatía de una sociedad medrada por el colapso financiero de esos años.

El 8 de noviembre el PRI hizo oficial la candidatura de Carlos Salinas de Gortari y al día siguiente inició su campaña rumbo a la presidencia de la República, trayecto que estuvo sembrado de exabruptos y conflictos, debido en gran medida a una nueva fuerza política opositora, encabezada por un grupo disidente del PRI, la Corriente Democratizadora, que lidereó Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano -hijo del expresidente Lázaro Cárdenas y exgobernador de Michoacán-,  y Porfirio Muñoz Ledo -otrora secretario de Estado en la era de Luis Echeverría. Con miras a los comicios presidenciales y para hacer frente a la candidatura del partido oficial, algunos partidos de izquierda se sumaron a la disidencia priísta para conformar el Frente Democrático Nacional, y así lanzar a Cárdenas como candidato común a la presidencia. Por otra parte, la segunda fuerza política hasta entonces, el Partido Acción Nacional, tuvo a bien competir en las mismas elecciones con un candidato muy carismático, Manuel J. Clouthier. De este modo, el FDN y el PAN se fortalecieron en virtud de la aguda crisis financiera que afectaba al país en detrimento de las simpatías por el partido oficial, y de la poca popularidad que Salinas de Gortari logró inspirar en los electores durante su campaña.

A pesar de ello, Salinas de Gortari venció en los encendidos comicios del 6 de julio y fue investido como presidente constitucional el primero de diciembre de 1988, para gobernar al país durante los siguientes seis años. Pero su poder mostraba fracturas y su legitimidad manchas, debido a los inequívocos rastros del fraude electoral que lo habían llevado a la victoria (recuérdese la famosa caída del sistema, de cómputo, que anunció Bartlet en los momentos de la jornada electoral en que parecía advertirse el triunfo del FDN). Desde entonces Cárdenas y sus seguidores, que más adelante darían origen al Partido de la Revolución Democrática, se erigieron en la oposición más ardiente del régimen y en los principales impugnadores de la administración salinista.

El día de su toma de posesión, en medio de airadas protestas e interpelaciones de la oposición, Salinas de Gortari expuso a grandes rasgos las metas de su gobierno. Estas se concentraban en tres acuerdos básicos: a) el político, que buscaría enriquecer y abrir nuevos cauces de la vida democrática del país; b) el económico, cuyos objetivos eran sanear las finanzas del país, renegociar la deuda, impulsar el comercio, la creación de empleos, y estimular el crecimiento en todos los sectores productivos; y por último c) el del mejoramiento productivo del bienestar social, que pretendería erradicar la pobreza extrema, garantizar la seguridad pública, la dotación suficiente de servicios básicos y el restablecimiento de la calidad de vida en la capital.

Estos tres acuerdos conformaron, en gran medida, el cuadrante sobre el que se trazó el Plan Nacional de Desarrollo 1989-1994, presentado el 31 de mayo del 89, y que era el documento en el que se planteaban las circunstancias nacionales en términos económicos, políticos y sociales para que la administración salinista fijara sus metas.

Atrás de Salinas, en su gabinete, estaba un grupo de jóvenes tecnócratas, muchos de los cuales mostraban pergaminos de prestigiadas escuelas extranjeras de la talla de Harvard, Oxford y Yale, los cuales servían para acreditarlos ante la opinión pública como los salvadores de la economía nacional.

A los largo de su periodo de gobierno y con base en un ambicioso proyecto de recuperación económica y de la política concertadora que lo abanderó, el modelo salinista (que más adelante el mismo Salinas bautizaría como liberalismo social, una manera eufemística para llamar al neoliberalismo que en realidad practicó) iría estableciendo, progresivamente, nuevas reglas del juego. En términos hacendarios se impuso un régimen más riguroso y estricto, impulsado por el secretario del ramo, Pedro Aspe Armella. El ámbito financiero tuvo también un nuevo giro, determinado por la venta de los diversos bancos que estaban en poder del Estado desde 1982. Igualmente la venta de numerosas industriales paraestatales fue otro de los factores que favoreció el desarrollo y la consolidación de algunos grupos empresariales. En cuanto a los asuntos comerciales, la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá significó el éxito más rotundo del sexenio salinista, fraguado desde la Secretaría de Comercio y Fomento Industrial, cuyo titular era Jaime Serra Puche.

Gracias a estos ajustes la inflación pudo ser controlada y reducida conforme avanzó el periodo de gobierno. Además, algunos golpes espectaculares de la política interior (la aprehensión de los presuntos asesinos materiales de Manuel Buendía; el encarcelamiento de los corruptos líderes del sindicato petrolero; la aprehensión de algunos ex funcionarios acusados de peculado; el triunfo en Baja California de la primera gubernatura para la oposición, del PAN, etcétera), combinados con la aparente bonanza financiera, lograron que el presidente consiguiera la confianza popular, para hacer olvidar al grueso de la población (al menos hasta 1994, después de la insurrección zapatista, los crímenes políticos y el regreso de la crisis financiera) la manera ilegítima como había ascendido a la presidencia y el desinterés que había mostrado para contribuir en una profunda y verdadera reforma democrática.

La primera medida que el gobierno de Carlos Salinas de Gortari realizó en materia cultural, fue la creación, el 7 de diciembre de 1988, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CNCA), órgano desconcentrado de la Secretaría de Educación Pública. Al frente de este nuevo organismo fue nombrado Víctor Flores Olea, que sería reemplazado a partir del 27 de marzo de 1992 por Rafael Tovar y de Teresa, luego de la famosa conjura de los letrados (en realidad, un pleito de periodicazos entre dos grupos de intelectuales: los de las revistas Nexos y Vuelta). El Plan Nacional de Desarrollo, presentado ante el Congreso de la Unión por el presidente Salinas el 31 de mayo de 1989, establecía guiarían la política cultural en un marco de la modernización nacional propuesta por Salinas. En esta línea el CNCA se insertaba como una figura independiente que administraría los recursos materiales y humanos hasta entonces coordinados por la Subsecretaría de Cultura de la SEP, para dictar las pautas oficiales en asuntos artísticos y culturales. De esta manera, pasaron a depender del CNCA, prácticamente todos los organismos e instituciones de índole cultural que dependían del Estado, como el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA y el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).

El CNCA también tendría injerencia en la programación de radio y televisión, aunque las direcciones generales de éstas continuaron bajo la administración de la Secretaría de Gobernación. Posteriormente se incorporarían al Consejo una nueva estación televisora, el Canal 22, que inició sus transmisiones el 23 de junio de 1993 y el Centro Nacional de las Artes, en 1994.

En virtud de lo anterior, el CNCA estableció los programas sustantivos que darían forma y sentido a sus acciones. Estos programas fueron:

·     Preservación y difusión del patrimonio cultural

·     Aliento a la creatividad artística y a la difusión de las artes

·     Desarrollo de la educación y la investigación en el campo de la cultura y las artes

·     Fomento del libro y la lectura

·     Preservación y difusión de las culturas populares

·     Fomento y difusión de la cultura a través de los medios audiovisuales de comunicación.

En el último punto se incluían las tareas a las que el Estado y el CNCA habrían de abocarse en torno a la cinematografía nacional. Ya desde el decreto que dio creación al CNCA, en su artículo VI, se aludía brevemente a ello. Este artículo decía: "establecer criterio culturales en la producción cinematográfica, de radio y televisión y en la industria editorial".[1]

Así fue como, por decreto presidencial fechado el 13 de febrero de 1989, el Instituto Mexicano de Cinematografía, coordinado hasta entonces por la secretaría de Gobernación a través de RTC, pasó a formar parte del sector educación, y de este modo, del CNCA. Como nuevo titular de IMCINE fue nombrado Ignacio Durán Loera, hijo del otrora líder del STPC, Jorge Durán Chávez.

Junto al IMCINE fueron transferidas al sector cultura el grupo de entidades que éste coordinaba desde el sexenio anterior. Estas se dividía en cuatro grandes ramos: el de formación, conformado por el Centro de Capacitación Cinematográfica; el de producción, integrado por CONACINE, CONACITE DOS, Estudios Churubusco y Estudios América; el de distribución, formado por Películas Mexicanas, S.A., Compañía Continental de Películas, S.A. y Nuevas Distribuidoras de Películas, S.A.; y finalmente el de exhibición, compuesto por la Compañía Operadora de Teatros, S.A., (COTSA), Publicidad Cuauhtémoc, S.A., Dulcería Oro, S.A., y Edificios Juárez, S.A.

La creación del CNCA suscitó encontradas opiniones. Por un lado, era indispensable la constitución de un organismo oficial, con un rango de importancia, que atendiera las demandas de la población en general, y de una comunidad artística e intelectual abundante y plural, en particular. Sin lugar a dudas era valioso la existencia de una institución que pudiera estimular y difundir el patrimonio cultural del país en todos los niveles. Sin embargo, por el otro lado, una entidad de tales proporciones podría monopolizar el espectro cultural, con el peligro de conducir unidireccionalmente el quehacer creativo y artístico en beneficio del régimen. De este modo, muchos artistas e intelectuales tenderían a institucionalizarse, mientras otro grupo, ya por disidencia o por carecer de la simpatía oficial, correría el riesgo de mantenerse muy al margen de las tareas culturales del país, al grado de quedar casi inmovilizados.

D.R. HUGO LARA CHÁVEZ 1996 [1] DIARIO OFICIAL DE LA FEDERACIÓN. 7/dic/88