Publicado: 11 de diciembre de 2006

Por Hugo Lara Chávez

Historia del cine mexicano 

En 1946 la Academia de Ciencias Cinematográficas tuvo el buen gusto de iniciar la ceremonia de entrega de reconocimientos a lo mejor de la producción nacional, premios mejor conocidos como los Arieles. En medio del auge y la bonanza, este evento caía como anillo al dedo luego de los éxitos internacionales obtenidos con películas como Flor silvestre y María Candelaria, ambas de Emilio Fernández, uno de los cineastas más prestigiados de la época y de toda la historia del cine nacional.

Pero también había otros realizadores que, por esos años, salían a la fama con algunos trabajos decorosos. Ciertamente el melodrama y las películas de cómicos eran las favoritas del gran público, pero algunas propuestas atinadas pudieron filtrarse en medio de la densa atmósfera frívola y banal que emanaba del grueso de las producciones. Así, los nombres de otros directores empezaron a animar la variedad formal y temática, como Gilberto Martínez Solares con El rey del barrio, Alejandro Galindo con Una familia de tantas, Ismael Rodríguez con Nosotros los pobres, Roberto Gavaldón con La Diosa arrodillada o Alberto Gout con Aventurera, entre varios más.

Fueron ellos y sus películas los que sirvieron de vehículo para que algunas figuras de la pantalla se consagraran como ídolos y, en algunos casos, como mitos cinematográficos: Germán Valdés Tin Tan, David Silva, Pedro Infante, María Félix, Dolores del Río, Pedro Armendáriz, Jorge Negrete, Ninón Sevilla, Arturo de Córdova, María Antonieta Pons, Luis Aguilar, Marga López, Sara García, Joaquín Pardavé, Fernando Soler y otro buen número de personajes de una lista más o menos extensa. Estos figurones del cine se apoyaron, además, en otros actores secundarios y de cuadro que poseían sobresalientes virtudes histriónicas, mencionados al azar eran: Lupe Inclán, Fernando Soto Mantequilla, Armando Soto Lamarina Chicote, Famie Kaufman Vitola, Oscar Pulido, Agustín Isunza, Hernán el Panzón Vera, Andrés Soler, José Elías Moreno, Miguel Inclán, Carlos López Moctezuma, Miguel Angel Ferriz, Eduardo Arozamena, Miguel Manzano, Angel Garasa, Delia Magaña, Alejandro Ciangherotti, Marcelo Chávez, Wolf Ruvinskis y muchos, muchos más.

Todas esos actores fueron los que alimentaron una incipiente industria cuyas expresiones fueron en gran medida asimiladas por los públicos del país. Fue esta etapa del cine mexicano la que sirvió, de algún modo, para unificar los diversos regionalismos en dirección de una mexicanidad común. El cine actuaba como una señal cardinal para la formación de la cultura popular de tal modo que, por ejemplo, convirtió al charro en una figura con la que se identificaron en el norte, en el centro y el sur, y que todas esas partes de la República hicieron suya, al menos en sus clases más amplias, es decir las populares.

Para darle más lustre a la cinematografía mexicana, ésta tuvo a bien recibir en 1946 a uno de los cineastas más brillantes de toda la historia del cine universal, un español natural de Aragón, miembro del surrealismo europeo y militante republicano: Luis Buñuel. Es cierto que Buñuel llegó a México casi por accidente, y también casi por accidente decidió establecerse aquí. Su debut en México pasó más bien inadvertido, debido a que se trató de un trabajo de encargo que aceptó dirigir, Gran Casino, la cual sirvió para el lanzamiento en el país de la estrella argentina Libertad Lamarque. Afortunadamente Buñuel no se dejó enfrascar en el conformista que dominaba al cine mexicano de entonces; no obstante, debió sortear los problemas que afectaban a todos los cineastas: limitación de recursos de producción y de tiempos de rodaje; objeciones de inversionistas, o las severas críticas de los especialistas y del público. En su libro de memorias Mi último suspiro, Buñuel ofrece algunas referencias sobre el panorama del país y de la industria cinematográfica nacional de entonces.

Sobre su cine en México:

Entre 1946 y 1964, desde Gran Casino hasta Simón del desierto, he rodado en México 20 películas (sobre un total de 32)... El tiempo de rodaje varió entre 18 y 24 días -lo cual es sumamente rápido-, excepto Robinson Crusoe. Medios reducidos, sueldos modestísimos. En dos ocasiones, hice tres películas al año.

La necesidad en que me encontraba de vivir de mi trabajo y mantener con él a mi familia explica, quizá, que esas películas sean hoy diversamente apreciadas, cosa que comprendo. A veces he tenido que aceptar temas que yo no había elegido y trabajar con actores muy mal adaptados a sus papeles. Sin embargo, lo he dicho a menudo, creo no haber rodado nunca una sola escena que fuera contraria a mis convicciones, a mi moral personal.

Sobre Los Olvidados:

Por el guión y la dirección de Los Olvidados cobré dos mil dólares en total. Y nunca he percibido el menor porcentaje.

Estrenada bastante lamentablemente en México, la película permaneció cuatro días en cartel y suscitó en el acto violentas reacciones. Uno de los grandes problemas de México, hoy como ayer, es un nacionalismo llevado hasta el extremo que delata un profundo complejo de inferioridad. Sindicatos y asociaciones diversas pidieron inmediatamente mi expulsión (...).

Tras el éxito europeo, me vi absuelto del lado mexicano. Cesaron los insultos, y la película se reestrenó en una buena sala de México, donde permaneció dos meses.

Sobre Subida al cielo:

Rodaje rápido, maqueta bastante lamentable del autobús que se ve avanzar bamboleándose por la falda de la montaña, y también los imprevistos de los rodajes mexicanos: el plan de trabajo preveía tres noches para rodar una larga escena durante la cual se entierra a una niña, mordida por una víbora, en un cementerio en que se halla instalado un cine ambulante. En el último instante, se me anunció que, por razones sindicales, las tres noches de rodaje quedaban reducida a dos horas. Hubo que reorganizarlo todo en un solo plano, suprimir la proyección prevista, actuar a toda prisa. En México me he visto obligado a adquirir una gran rapidez de ejecución..., que a veces lamento más tarde.

Por último una anécdota:

(Emilio el Indio Fernández) Al regreso del festival de Cannes en que se había otorgado a una de sus películas el premio a la mejor fotografía (su operador jefe era Gabriel Figueroa, con el que yo he trabajado a menudo), recibe a cuatro periodistas en la inverosímil casa-castillo que se ha hecho construir en la ciudad de México. Se charla, los periodistas hablan del premio a la fotografía, él responde que se trata, en realidad, de un premio a la dirección, o de un gran premio. Como los periodistas se resisten a creerle, él insiste y, finalmente, les dice:

-Un instante, voy a buscar los documentos.

En cuanto sale de la habitación, un periodista avisado dice a los otros que, sin duda, Fernández ha ido a buscar, no su diploma, sino su revólver. Se levantan y huyen precipitadamente, pero no con suficiente rapidez, pues el director dispara desde una ventana del primer piso y hiere a uno de ellos en el pecho.[1]

[1]BUÑUEL Luis. MI ÚLTIMO SUSPIRO. Plaza&Janes. España, 1982, p.193, 195, 197, 198 y 204