Por Raúl Miranda Siguiendo a Pablo Mérida en su indispensable libro El boxeo en el cine, el pugilismo en la pantalla grande ha constituido una temática: el ring iluminado y rodeado por una vociferante muchedumbre, el denso humo flotando por todos partes, los “nervios” que preceden a la pelea estelar, los duros y certeros golpes, los uppercuts y jabs...  

Esta atmósfera cautivó a directores de todos los pesos: Buster Keaton, Charles Chaplin, Alfred Hitchcock, John Huston, Stanley Kubrick, Martin Scorsese, Leonardo Favio, Clint Eastwood; y hemos visto ponerse los guantes a actores disímiles  como búster Keaton, Charles Chaplin, Errol Flynn, James Cagney, Kirk Douglas, Joaquín Cordero, Gonzalo Vega, John Garfield, Robert Ryan, Anthony Quinn, Pedro Infante, John Wayne, John Voight, Sylvester Stallone y Robert De Niro. Cine y boxeo, dos formas del espectáculo que se han encontrado en diversas ocasiones, señala Pablo Mérida. La íntima relación entre el pugilismo y el celuloide. Calificado el box, por algunos, como una actividad salvaje y brutal, sin embargo, en el cine los espíritus antiviolentos lo han aceptado e incluso, algunos también, afirman que es un espectáculo heroico, el noble art of self defense. La emotividad del espectador frente al combate en el cuadrilátero, presenciando una lluvia de golpes entre los contendientes al punto de destrozarse, es bien aceptada por diferentes públicos. Saben que la sangre es sólo un fluido rojizo artificial, y que los editores y los maquillistas logran un estupendo trabajo para provocar la emoción del aficionado al box y al cine. Basta con dos personas que se opongan y se enfrenten para que haya drama, afirman los veteranos de la narración fílmica. El box responde de inmediato a esta regla (nos ilustra nuestro autor referencial, Mérida). La temática ha ido enriqueciéndose, profundizando; y los personajes se han desarrollado al punto que nunca pueden faltar el entrenador que es como un padre para el combatiente, la novia resignada ante el hombre de sus amores molido a golpes, el promotor especialista en trucos para ganar vendiendo peleas, el cronista deportivo inmerso en todos los detalles del drama, la seductora mujer que hará que el campeón caiga noqueado al menor guiño. El box en el cine mexicano es punto y aparte. Campeón sin corona es la película inaugural, y marca el esquema de las subsiguientes al ubicarse las historias en los barrios bajos de la Ciudad de México (el barrio bravo de Tepito, La Lagunilla) Los boxeadores, antes de ser famosos tienen profesiones diversas (carpinteros, mecánicos, ladrones, neveros, zapateros, fayuqueros). Luego vino la ocurrencia de realizar películas con auténticos boxeadores: así pudimos ver a Raúl “Ratón” Macias, Octavio “Famoso” Gómez, entre otros tantos célebres como Jorge Monzón, Zurita Conde, Eddi Cerda, Chicho Cisneros, Vicente Saldívar, Rubén Olivares “El Púas”. El gran Campeón (1949), es el filme que inicia esta fórmula: Kid Azteca se interpreta a sí  mismo. El ciclo del box en el cine nacional parecía cerrarse con Nocaut (1983), que relata como se lleva a cabo la explotación de los pugilistas. Pero hubo otro guiño actualizado o parodia, Puños rosas (2004), del director Beto Gómez. En Campeón sin corona, Alejandro Galindo dirigió una memorable película sobre la “dialéctica del amolado”, sobre la osadía del “barrio” bueno para dar y recibir trancazos, sobre la lucha por superar la condición de marginado urbano popular (decían los sociólogos de hace años). Obra clave de la dupla Alejandro Galindo–David Silva, inspirada en la vida del boxeador Rodolfo “Chango” Casanova. Roberto Terranova  (David Silva) es un pobretón nevero, que gusta del deporte de las trompadas a nivel amateur, sin mayor interés que el de practicarlo. Un día, después de una “bronca” en el Arena (notándose inmediatamente la sensible planificación fílmica de Galindo)  decide tirar los guantes; sin embargo, un manejador, o manager (que se oye mejor), el “Tío” Rosas (Carlos López Moctezuma), presencia un pleito callejero en el que Roberto le acomoda una “buena” a un transeúnte que “moqueteaba” a su “cuñadito”, lo invita a reincorporarse al pugilismo y después de un intenso entrenamiento lo lanza al boxeo profesional como peso ligero, donde obtiene rotundos éxitos, vistiendo ahora “chipiturcos” que nunca les sentaran, a él y su escudero (Fernando Soto “Mantequilla”). Pero en su triunfal gira por Estados Unidos no se siente bien, extraña la sabrosura de los tacos ante el sabor insípido de los sándwiches gringos. La naturaleza de  “pelado” (así se decía en ese entonces a los barriobajeros), provoca que “Kid”, que es el sobrenombre del héroe que nos falla, se subestime y no se atreva a triunfar en su carrera deportiva. Su impotencia ante la superioridad de un contrincante norteamericano, el sentimiento de inferioridad por no hablar nada de inglés, el síndrome de perdedor (punto de partida de psicólogos motivacionales) y su decepción amorosa con una “güera” sofisticada y “de mundo” (Nelly Montiel) derrumban su seguridad (si desde el principio se hubiera quedado con su sencilla taquera huérfana “la Lupe”, Amanda del Llano, otro gallo le hubiese cantado), empujándolo a emborracharse y visitar prostitutas, hundiéndose en el ostracismo, hasta que perdido, retorna al medio humilde de donde provino, a sus profundas raíces populares para a hablar “caló” a sus anchas. Campeón sin corona,  de don Alex, el box inscrito en el discurso fílmico de la tragedia. Referencia obligada para la comprensión de la “mitología de la derrota” en el cine mexicano. Recomiendo el libro “Alejandro Galindo, un alma rebelde en el cine mexicano”, de Francisco Peredo Castro, editado por Porrúa y CONACULTA/Imcine, en el 2000. Dir: Alejandro Galindo (México, 1945) Con: David Silva, Amanda del Llano, Carlos López Moctezuma, “Mantequilla”, Nelly Montiel, Víctor Parra. Raúl Miranda López