Por Pedro Paunero

Para Ángel Moreno (Sr. Soledad)


La sombría novela de un oscuro escritor


“El callejón de las almas perdidas” (Nightmare Alley, 1947), del director británico Edmund Goulding, es una de las películas más complejas, profundas y oscuras del Cine negro. La novela de la cual es adaptación, y que por poco no se escribió, fue publicada en 1946, y se convirtió en uno de los escasos éxitos literarios de su atormentado autor, William Lindsay Gresham (1909-1962). Narra la historia de un “monstruo” que se exhibe en espectáculos ambulantes de feria, pero también de la ambición humana, de fraudes y chantajes, de amor y desamor, y de cómo el espíritu —a la par que la carne—, son degradados a los más profundos abismos en el proceso. Ambas obras, como es evidente, beben de la fuente primordial que es el espectáculo de fenómenos del circo, esos “Freaks” de los que diera cuenta el legendario Tod Browning, en su inquietante clásico. 

En los lejanos días de gloria de Coney Island, Gresham, que pretendía escapar de unos padres siempre temerosos de perder el empleo, y siempre al borde de la ruina económica, se distrajo con la exhibición de esos “freaks”, entre los cuales le causó una viva impresión la de un italiano, vestido de manera muy elegante, que llevaba en el estómago —adosado como un parásito—, a su hermano gemelo sin cabeza, pero con el resto del cuerpo sobresaliéndole, colgándole fuera, y al que le habían confeccionado ropas, igualmente elegantes. Un fenómeno que, en teratología, se denomina un “Fetus in feto” pero, lo más impresionante que pudo averiguar, fue que aquél hombre estaba casado y había procreado cinco hijos, sin el menor rastro de taras genéticas.

Adscrito al partido comunista, Gresham no dudó en alistarse en el Batallón Abraham Lincoln, en las Brigadas Internacionales, en 1937, para luchar en la Guerra Civil Española, y fue en Valencia donde conoció a Joseph Daniel “Doc” Halliday, un viejo feriante y médico, que reavivó en Gresham su interés por el lado más bizarro del circo. “Doc” le contó historias, anécdotas, costumbres y le explicó sobre aquellos códigos que, de alguna forma, unen a los artistas de las ferias ambulantes. Fue así como supo del “monstruo” que devoraba pollos y serpientes vivas, en realidad un ser humano sin ninguna anormalidad, a no ser su marcado alcoholismo, que vivía entre sus propios excrementos, esperando un nuevo trago de una botella de alcohol barato, a cambio de tal humillación pública. Gresham recordaría, después, que tal imagen le había obsesionado al grado de tener que escribir sobre aquél desdichado, para poder superarla. A su regreso a casa, en Nueva York, pasó por el infierno del proceso de divorcio, e intentó quitarse la vida. Pero el gancho, al que había puesto la corbata con la que pretendía ahorcarse, se soltó, y el futuro autor de “El callejón de las almas perdidas”, rodó por el suelo, salvándose y recobrando el sentido horas después. Buscó trabajo en una editorial, a la vez que se sometía a tratamiento psicológico, y la hacía de mago en fiestas y reuniones. Todos estos serían elementos que, a la postre, aparecerían como claves en el libro. No todo fue tragedia en la vida de Gresham quien volviera a contraer matrimonio, esta vez con la poeta Helen Joy Davidman, y diera en visitar el “Dixie Hotel”, frecuentado por los artistas de las ferias ambulantes, que se citaban ahí para beber. Indagó aún más, escribió con ahínco y dio, por fin, el libro a la imprenta. 

Alcohólico él mismo, impregnó su impactante novela de esa advertencia que es caer en la bebida; misma de la que, un siglo antes, ya se había hecho eco Edgar Allan Poe sin buenos resultados. Hollywood le pagó sesenta mil dólares por los derechos de adaptación del libro, lo que le permitió escribir otra novela, “Limbo Tower” (publicada en 1949), comprar una casa, y en un acto de sinceridad espiritual, en el que participó su esposa, se convirtió a la Iglesia Presbiteriana. Pero la felicidad, inasible siempre, no llegó a sus puertas. Gresham se buscó a una amante y, ante el abandono de Helen con todos sus hijos, se mudó a Florida. Contrajo matrimonio con Renée Rodríguez, prima hermana de su ex esposa, y por quien su segundo matrimonio terminara, y buscó amparo en Alcohólicos Anónimos. Se le detectó un cáncer de garganta y, finalmente, el 14 de septiembre de 1962, en un acto tan melodramático como teatral —digno de una Agatha Christie siendo localizada en el Swan Hydropathic Hotel en Harrogate, hospedada bajo el apellido de Neele, es decir, el de la amante de su esposo—, Gresham se registró en el Dixie Hotel, bajo el nombre de “Asa Kimball, de Baltimore”, el personaje de su libro “Limbo Tower”, y cometió un puro acto de kairotanasia griega, es decir, un “suicidio a tiempo”, para evitar el sufrimiento y los gastos médicos a su pareja.

La película de Edmund Goulding

En realidad, fue Tyrone Power quien adquirió los derechos de la novela de Gresham para adaptarlos a la pantalla, su principal interés consistía en demostrar que podía dar una actuación de carácter, fuera de sus habituales papeles románticos con los que se le identificaba. A pesar de las protestas de Darryl F. Zanuck, el productor en jefe de la 20th Century Fox, encarnó a Stanton “Stan” Carlisle con la convicción que le daba aquella aspiración, haciendo de este papel el mejor de su carrera. La película le pertenece, con todo y que ya había trabajado con Goulding en la taquillera “El filo de la navaja” (The Razor’s Edge), un año antes. ¿De qué es capaz una persona para alcanzar sus sueños? Suena manido, y la cursilería de la corrección política ha hecho de esta pregunta un himno de lo blandengue, ignorando la naturaleza contingente del universo. La película, como la novela, apela —como en el mejor cine negro, que lo adquirió como sello para el subgénero—, al fatalismo. Ese fatalismo basado en la probabilidad: quien nace en lecho de rosas, morirá en lecho de rosas. O acaso no. Pero quien nace en lecho apolillado, invariablemente, aunque haga lo más torcido para morir entre rosas, regresará al cieno. La moral, en el género negro, trasciende al melodrama, por obra y gracia de la puesta en escena. El fatalismo, en “El callejón de las almas perdidas”, comienza con el monstruo de feria, encarnado por Pete (Ian Keith), de quien Stanton comenta “No concibo que nadie pueda caer tan bajo”. Y termina, en una imagen especular, con el mismo Stanton, atrozmente rebajado al mismo papel. La otra corriente de fatalismo la marcan las tiradas de las cartas del tarot. En el cuento “Petey” (Horror. Selección de Charles L. Grant. Martínez Roca. España, 1983) de T.E.D. Klein, director de la revista “Twilight Zone”, puede leerse el siguiente diálogo, entre unos personajes que han encontrado una baraja, que no saben usar, en una casa que guarda secretos horribles:

“—Ojalá me acordará de cómo lo hacía Joan Blondell en “El callejón de las almas perdidas” —dijo Ellie—. Lo único que recuerdo es que ella siempre sacaba la carta de la muerte a Tyrone Power.

—El ahorcado —dijo Cissy, con una nerviosa risita.”

La escena se convirtió en una imagen poderosa que migró, incluso, a la adaptación que, de la novela de Graham Masterton, rodara el malhadado William Girdler, que muriera en accidente de helicóptero, al poco de su estreno, “El Manitou” (The Manitou, 1978), con un Tony Curtis como un psíquico charlatán llamado Harry Erskine, echándole las cartas a una mujer dispuesta a creer en sus sandeces, hasta que el fenómeno de la reencarnación de un poderoso médico brujo indio, amenace con volverle creyente.

En “El callejón”, Stanton tildará de “tonterías”, tanto al tarot como al mentalismo, el espiritismo y a la misma psicología, si bien no duda en usarlos para sus propios —y maquiavélicos—, fines. Su suerte, según los cánones del noir, está, de esta forma, echada. Su patetismo es aún más desolador que el de Harry Fabian (interpretado por Richard Widmark), ese estafador, y vividor de poca monta, en el noir “Siniestra obsesión” (aka. Noche por la ciudad; Night and the City, 1950), de Jules Dassin, que se la pasa toda la película afirmando que tiene el negocio de su vida “en la palma de la mano”, y soñando con escapar a un México idealizado (ese México que también aparece en “La dama de Shanghái”, de Orson Welles, del año 1947), aunque sus sueños se desvanezcan al final.

Stanton comienza en la feria, tras la muerte de Pete (Ian Keith), el “monstruo”, después que este muera en un accidente provocado por Stanton, a asociarse con Zeena Krumbain (Jean Blondell), de quien aprende los códigos en el espectáculo de mentalismo. Zeena había leído en el tarot que su esposo “desaparecería”, pero será a consecuencia de los actos de Stanton que, en una tirada maestra de Gresham anuncia, por sustitución, su destino. En medio de sus amoríos, se encuentra Molly (Coleen Gray), la hermosa, sensual y joven muchacha que actúa —y realmente lo ama—, llevando trajes entallados, en un show en el que manipula electricidad, en forma de rayos que forman arcos entre los dedos de sus manos, y con quien terminará casándose. Pero los fantasmas atosigan a Stanton que confesará a Lilith Ritter (interpretada por Helen Walker, quien en el nombre lleva una profunda carga simbólica), una psicoanalista sin escrúpulos, los remordimientos que le aquejan y que, con el tiempo, ella usará en su contra. Mientras tanto, Stanton pasa de feriante a supuesto espiritista gracias a los informes que Lilith, valiéndose de los expedientes de sus pacientes, le facilita. Juntos, embaucan a los crédulos Señora Peabody (Julia Dean) y Ezra Grindle (Taylor Holmes), en una sesión espiritista, pero Lilith traiciona a Stanton, en un acto que lo devuelve a la feria, donde se refugia, tomando ahora el lugar del “monstruo”.

El productor de la 20th. Century Fox, Darryl F. Zanuck, no escatimó gastos en el diseño de producción e, incluso, contrató al cinefotógrafo Lee Games, uno de los grandes del claroscuro —responsable, sin acreditar, de buena parte de la fotografía de “Lo que el viento se llevó”—, debido a su fama de “iluminación a lo Rembrandt”, con lo que logró impregnar al filme de una atmósfera ominosa, pero cometió el error de no promocionar debidamente la película, por lo cual no recuperó la inversión inicial.  

La intersección mexicana

Y, hablando de Harry Fabian, aquel personaje que creyera tenerlo todo en la palma de su mano, Roberto Gavaldón, maestro del “Mexican Noir”, rodó “En la palma de tu mano” (1951), con un guion de José Revueltas, atendiendo a una serie de constantes en su filmografía, específicamente a sus “condenados” (1), personajes con un destino fatal, tan del gusto del cine negro estadunidense. El estafador Jaime Karin (Arturo de Córdova), se hace pasar por un dotado psíquico, cuyo despacho —debajo de un gran letrero de neón, que reproduce una mano con la palma abierta, que dice: “Karin. Astrólogo, quirósofo y ocultista. Conozco su pasado, domino su presente, revelo su porvenir. ¿Tiene Ud. algún problema? Véame, yo se lo resuelvo”—, se encontraba en la actual “Cerrada de Corpus Christi”, sobre la Alameda Central, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, frente al Hemiciclo a Juárez, un lugar idóneo para la trama, que recuerda, precisamente, a ese callejón de la película de Goulding.

De hecho, la película del mexicano contiene varios de los elementos de la cinta del británico, como la profesión de estafador de sus protagonistas, la bola de cristal (el falso objeto numinoso, que sustituye al tarot y al mentalismo), como la ayuda que reciben de un informante que accede a información privilegiada porque, Karin, recoge informes de Clara Stein (Carmen Montejo), su esposa de origen vienés, que le mantiene al tanto de los chismes de los que se entera, en el salón de belleza donde trabaja. A partir de una de esas informaciones, todo se precipita hacia el infortunio en la vida del “lector de fortunas”, que es Karin. De esta manera, el falso vidente se entera que la millonaria Ada Cisneros de Romano (Leticia Palma), ha quedado viuda cuando su esposo, Vittorio Romano, tomara la decisión de quitarse la vida, tras enterarse que ella tenía como amante a León (Ramón Gay), su propio sobrino. Durante el funeral, Karin, haciéndose pasar como un amigo de Vittorio, en una confesión que le sonsaca, llega a saber que, en realidad, Ada y León envenenaron al millonario, para acceder a su fortuna. Ada asume el papel de “femme fatale”, en la más pura línea de una Barbara Stanwyck, como Phyllis Dietrichson, en el clásico “Pacto de sangre” (aka. Perdición, Double Indemnity, 1944), de Billy Wilder, ya que Ada y Karin se enredarán en otro amorío, que los llevará a asesinar a León, a quien Karin mata de un tiro. A partir de este punto —y como en todo noir que se precie—, no hay marcha atrás para ningún personaje. Clara se suicida, desentierran el cadáver de León para hacerlo pasar como muerto en un accidente, y se busca a Karin para identificar el cuerpo de su esposa, pero Karin, suponiendo que lo culparán del asesinato de León, confiesa el homicidio a la policía.

La intersección mexicana entre Goulding y Gavaldón se ha visto, recientemente, acentuada a raíz de las noticias que Guillermo del Toro ofreciera de filmar un remake —que se ha dado por finalizado ya, en diciembre pasado— de “El callejón de las almas perdidas”. Su fichaje parece preocupante. ¿Estará Bradley Cooper —quien reemplazara a Leonardo DiCaprio— en el papel de Stanton Carlisle, a la altura de la magnífica actuación de Tyrone Power? ¿Honrará este remake a la película de Goulding o, por el contrario, ensombrecerá, incluso, a esa obra mayor del noir mexicano que es la película de Gavaldón?

Falta poco para que lo averigüemos, mientras tanto nos queda revisar el clásico fatalista de culto de Edmund Goulding, y releer la sombría novela de Gresham, autor oscuro donde las haya.   

Referencias:

(1): Un disfrute estético de luces y sombras. Los condenados de Roberto Gavaldón. Por Pedro Paunero.

             

Por Pedro Paunero

Pedro Paunero. Tuxpan, Veracruz, 1973. Cuentista, novelista, ensayista y crítico de cine. Pionero del Steampunk y Weird West. Colabora con diversos medios nacionales e internacionales. Votante extranjero de los Golden Globe Awards desde 2022.